domingo, 4 de febrero de 2018

El peor día de mi vida

El pecho se me rasgaba en dos como la vetusta pangea. El dolor me paralizaba el cuerpo. Notaba los frenéticos latidos en cada lugar de mi. Cerré los ojos, me apoyé en la pared y dejé que la tranquila atmósfera entrara por la abertura sangrante y abrazara mi vacilante y arrítmico corazón. Concentré todos mis esfuerzos en esa zona y le conté una historia: los árboles danzaban enamorados con el viento, los tímidos rayos de sol navegaban por el cosmos y pegaban en mi cara con un cálido cariño, la última luz del día animaba a un pájaro a cantar. Pasó un camión. Cantó otro pájaro, ¿sería el mismo? Las hojas seguían con su esotérica lucha, chocándose unas con otras. El animado bullicio del resto de los invitados me desconcentraba. Tomé más vino, me quemó la garganta y goteó a través de la herida, mezclándose con la brea que caía al suelo. Eran dos pájaros, ahora estaba seguro.
Las orejas me ardían, las manos me temblaban, no sabía dónde estaba. El terremoto encerrado en mi tórax rugía y se sacudía violento, si seguía así terminaría explotando como un cañón lanzando todas mis entrañas al exterior. 

Quería que se detuviera, quería arrancármelo, tirarlo al suelo, pisarlo y maldecirlo; quería reducir a la nada toda la vida, quemar ciudades, asolar la tierra, secar los mares, derribar las montañas, pulverizar los planetas, congelar las estrellas, devorar el universo y todo lo que contiene para que aquello cesara.

Abrí los ojos. Tenía mi corazón en la mano agitándose como un loco, lleno de cólera, impetuoso y descontrolado. Viento, árboles, hojas, pájaros. El sol se había ocultado. Mi mano apretaba firmemente la víscera inmóvil, petrificada como la bailarina de una caja de música cuando se acaba la cuerda. Volví a colocarlo todo en su sitio y fui a por más vino